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ENTREVISTA | DOLLAR SELMOUNI

ENTREVISTA | DOLLAR SELMOUNI

Por: Marta España | Fotos: Miki Picó

A caballo entre la Balada, el flamenco y el rap, el proyecto de dollar tiende a encasillarse en un circuito trapero debido a su condición social: nació en la cárcel, estuvo en varios centros de menores y trabajó en chapa y pintura, pero actualmente sus discos de platino están colgados en el kebab de Palma de Mallorca que regenta su padre. Con la música, en cambio, nunca ha buscado un ascenso social, sino que se presenta como una necesidad que calma su inquietud.

Dollar llega un poco tarde. lleva un mes viviendo en Madrid, y disfruta dándose paseos en patinete. Le ayuda a conocer la ciudad, no solo la parte turística, sino también la periferia: desde San Isidro hasta Chamartín se da largos paseos motorizados. Hoy, a medio camino, a su amigo y productor Lucas Otero -quien le acompaña a la entrevista- se le ha quedado el patinete sin batería, así que han recorrido aproximadamente un kilómetro impulsándose con el pie, como antaño. Quedamos en una cafetería de especialidad, cerca de Lavapiés. Dollar se pide una Coca-Cola y una cookie de chocolate. La Coca-Cola resulta ser una Fritz Kola nada bien recibida; la cookie, una galleta sin procesados de ningún tipo cuyo sabor no recuerda, en absoluto, a la bollería industrial. “Parece una Oreo que se quedó ahí en el salón, que se cuela detrás del sofá y a la que el perro le pega una patada. Aparece cinco días más tarde detrás de la Play”. Sus pensamientos vuelvan a otro sitio y mis preguntas se quedan a medio responder; ahora mismo no hay nada más importante que la idea de que la galleta está pasada.

EL DNI de Dollar Selmouni dice que su nombre es Jamel, pero desde hace años todos le conocen por su pseudónimo. Dollar Selmouni no es, en este caso, un AKA artístico, sino el apodo con el que su círculo cercano le batizó cuando era un crío: “El mote me lo pusieron los chavales. Incluso mi padre me llama Dollar, joder. Mis colegas decían que iba a estar montado en el dólar, por eso me empezaron a llamar así. También para que nadie supiese cómo me llamo. Si llegaba alguien y yo estaba haciendo algo ilegal, no me podían identificar. Alguien preguntaba ‘¿Quién te ha dado eso tan bueno?’. ‘Pues el Dollar’. Si yo hubiese elegido mi mote me habría bautizado Big Dollar, porque siempre me ha encantado Notorious Big”. Enseguida se vuelve a distraer, y a marcharse mentalmente de la entrevista: “Joder, la pobre Andy habrá escuchado esto muchísimas veces”. Andy es quien se encarga de la comunicación de su proyecto, y no duda en repetir en varias ocasiones el cariño que les guarda a todos los implicados en su nueva agencia: “Ahora me he mudado a Madrid porque me lo ha facilitado mi equipo. Antes no podía. Antes…, sentía que esto no tiraba. Ahora la gente con la que trabajo se ha convertido para mí en una pequeña familia, como si me hubieran adoptado”. Siempre que yo disparo una pregunta, él se la devuelve a ella y a su compañero Lucas: “¿Tú que piensas, Andy? ¿Estoy respondiendo bien? ¿Cómo lo estoy haciendo?”. Preguntas como estas se repiten como muletillas a lo largo de toda la charla. Más que por inseguridad, esta obligada conversación a cuatro parece provenir de una constante necesidad de integrar al resto de la mesa: Dollar no quiere que su equipo se sienta excluido.

Su origen hay que buscarlo en los barrios marginales de Mallorca: Selmouni nació en 1996 en la cárcel de Soto del Real, durante el tiempo en que su madre cumplía condena por tráfico de estupefacientes. A la edad de tres años, su padre, propietario de un kebab en Palma de Mallorca, se hizo cargo de él y lo llevó consigo. Ya criado, encontró trabajo en el sector de la reparación de vehículos, pasó por algún centro de menores y descubrió su pasión por la música en un locutorio mientras veía videos de Michael Jackson. Aquello le llevó a hacer sus primeros pinitos en el freestyle, y así alcanzó cierta fama tanto dentro de la isla como fuera, firmando un contrato con una multinacional. A menudo su biografía eclipsa su personalidad creativa, no dejando espacio a preguntas sobre su trayectoria artística: “Gracias a mi talento estamos donde estamos, no gracias a la polémica sobre el lugar del que salí. La gente pregunta mucho sobre eso, algunos por morbo, otros por lástima, por aprecio al chaval. Dentro de mi entorno nadie me tiene lástima. Como dije hace poco, si hubiera podido volver al pasado, estudiaría. Y sí que seguiría con la música también, pero intentaría ser más culto, estar más centrado, no ser tan inquieto”. Él mismo sabe que, con 27 años, es un adulto con una inquietud desbordante: “Ahora ya no puedo estudiar. De adulto no es lo mismo, de niño aprendes más y estás más atento. Yo sé que mucha gente puede, pero bueno, también hay muchos valientes que se van a la guerra y pocos son los que se quedan. Me considero de los que se quedan en tierra, porque me cuesta. Soy un chaval al que le cuesta”.

Aun así, y en contraste con sus compañeros de escena, Selmouni no vio en la música una salida fácil, sino más bien una pasión: “La música sí ha sido una vía de escape, pero sobre todo es lo que me mantiene distraído, lo que me gusta, lo que aprecio, lo que amo con toda mi alma. Siempre me ha gustado la música. Me empecé a dedicar a esto porque tenía colegas metidos en la misma movida. Gracias a ellos he creído en mí como cantante. Esto, hacer una canción, cuesta mucho dinero normalmente. Gracias a esa gente que ha valorado mi talento pude tener la oportunidad de que la gente me escuchara”. Dollar no demuestra el más mínimo interés por el acenso social hipercapitalista que rodea el nuevo discurso de lo urbano: “Todos los artistas que yo escucho… El Cigala, por ejemplo, que es uno de los más grandes…, pueden ir por la calle sin que nadie les pare. Y llenan teatros. Claro que se puede vivir de la música sin ser un ídolo. Yo quiero eso”. Selmouni define la música no como un medio para un fin -como muchos artistas últimamente y como muchos de sus compañeros de escena-, sino como un fin en sí mismo, una afición que, fortuitamente, se convirtió en su profesión: “Yo escucho de todo, siempre lo digo, escucho de todo. Ahora mismo estoy mucho en la ranchera mexicana. Consumo mucho en casa porque a mi chica le gusta”. Él define ese polifacetismo suyo como bipolaridad. “El Dollar son pinceladas de todo. De lo que ha escuchado toda la vida de niño, de lo de ahora. Aquí está justamente conmigo uno de mis compañeros, Lucas Otero. Tanto él como yo podemos estar escuchando una canción de Ariana Grande y pasarnos a continuación a escuchar a Estopa, ¿sabes? E irnos de una canción de rock puro a una ranchera, de Los Brincos -que nos flipan- a David Bisbal. Llegamos al estudio y empezamos a ver qué sale”.

Lo cierto es que su música está más cerca de la de Pablo Alborán que de la de Yung Beef, pese a ese asociacionismo de Dollar con la música urbana más por su condición social que por un acercamiento verdaderamente musical. Proveniente del hip hop, su estilo actual lanza guiños a la balada flamenca o la rumba pop: “Me gusta hacer música y experimentar. Te puedo salir con un tema más rapero y, de repente, te saco uno de llorar. Solo me debo al hacer música buena. Buena para mí y también, aunque suene egocéntrico, para la gente que me escucha. Y es que hay momentos y sitios para cada musica, ¿sabes? Hay música para follar, música para correr, música para saltar. La vida es eso”. No rechaza la escena en la que se le suele encasillar, pero, al mismo tiempo, tampoco  se siente parte de ella: “No era tan buena la música urbana de antes como lo es ahora, pero valoro más un chaval que te canta desde el pulmón. Me gusta el autotune y escucho a artistas con autotune, soy superfán de Dellafuente por ejemplo, pero aprecio más una voz natural y sin tratar”.

Así, no ve su biografía como un condicionante ni de su música, ni de su personalidad, ni de su potencial artístico, pues considera que alguien de clase alta lo tiene igual de difícil que él a la hora de hacer carrera: “No tiene nada que ver ser pijo con la música. Incluso yo me río de los chavales que se meten con los adinerados. Todo en la música cuesta. Estamos en la misma situación cuando estamos en un estudio. Hay muchos tíos en la calle Serrano que llevan toda su vida intentando ser músicos, que les salga una canción. Ahora a la gente le gusta más lo de la calle. Ya no quieren nada de los pijos, ellos lo tienen difícil también”. Lo más importante, para él, es la disciplina: “No todo el mundo vale para este trabajo. No todo el mundo puede levantarse a las seis de la mañana para irse a Sevilla a currar”.

 

 

 

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